Huyendo del viaje largo hacia Praga (caerá, seguro) tocaba coger un tren de Budapest a Bratislava. Una ciudad que tampoco destacan por ningún lado, pero me apetecía conquistar un nuevo país. De hecho, la cosa estaba clara, si no tenía nada, había trenes cada hora hacia Viena, y ahí hay muchas cosas que hacer. Así que con esas el tren hacia allá partía, con unos compañeros de viaje malolientes (mucho!!), y sin remedio a la última etapa del viaje.
Bratislava. Una ciudad muy pequeñita (sobre todo la zona “turística”) pero muy mona. La mayor parte de las calles del centro histórico son peatonales, llenas de gente, pero muy-muy tranquilo. Un turismo más familiar. Una ciudad con muchos pequeños rincones. Y de nuevo a la orilla del Danubio (donde ves los cruceros amarrados y te entran ganas de montarte y dejarte llevar). Callejones estrechos, casas de piedra, catedral, castillo, algún parque y tranvía. Y mientras tanto, helados baratos (menuda criptonita).
Me encantó salir a la búsqueda de unas cuantas estatuas que hay a lo largo del centro histórico. Todas muy curiosas. El trabajador saliendo de la alcantarilla, el del sombrero (tenía un nombre), el paparazzi, … Divertido. Por la noche puedes subir al castillo y encontrarte rodeado de parejitas remolonas. Eso sí, las vistas y la tranquilidad merecen la pena. ¿Por qué será que la gente se cogía unas cervezas y se subían ahí a sentarse con las piernas colgando? Está un pelín apartado (muy poco), lo suficiente como para sorprenderte viendo el entramado de calles por las que te has ido moviendo durante el día.
Que sea pequeño es un problema, claro. En un día te has visto lo más importante, lo más bonito. Igual no te has parado en los mercadillos, esperado a que alguien se siente en los “pianos públicos” a tocar con mayor o menor acierto, o te has dejado alguna placita por disfrutar. Pero vas sobrado. Hay una tumba/memorial a los soldados rusos que murieron tomando la ciudad de manos de los nazis apartado, en una colina. Desde el centro, e incluso subiendo la cuesta fue algo como 45 minutos. Así que, a un paso. Las vistas son diferentes, está más alejado del centro histórico, está más alto que el castillo, y estás en un lugar sobrecogedor.
Ahí sí que tocaba sacar la cámara y buscar rincones, simetrías y paisajes. Pero también sobraba con caminar entre las fosas comunes donde estaban enterrados cientos de soldados. O simplemente sentirte ínfimo debajo de la escultura/obelisco del memorial. Hay ciertos lugares (normalmente relacionados con la muerte) que la gente respeta mucho y me gusta esa atmósfera de respeto y cordialidad. Sitios donde las palabras se resisten un poquito más a salir. Donde te cruzas con poca gente, con respeto y gestos suaves y controlados. Sitios donde sólo los niños y los perros se comportan de forma normal hasta que se adaptan al ritmo que impone el lugar. Este era uno de esos sitios.
Pero después de esa visita daban lluvias. Así que la idea de descansar en un parque al otro lado del Danubio se fustró por completo. En su lugar, mucho mejor ir a dar una vuelta por un centro comercial, ver qué hacen para divertirse los eslovenos. Sacarse alguna foto y de paso el remo de la mochila, porque con las goteras que había, era lo que tocaba. Dicho y hecho.
Por cierto, igual se me ha olvidado, pero la noche de Bratislava tiene mucho ambiente. Todo lo tranquilo que está por el día se convierte a ritmo de música alta y cerveza barata. ¡¿Qué podría ir mal?!