Después de toda despedida de soltero, normalmente, llega la boda. Y esta vez se cumplieron los pronósticos, llegó. Ya son como ocho bodas de amigos cercanos las que he tenido en los últimos años (muchas? pocas? las que son), y todas han sido diferentes. Desde las civiles, hasta los “paripés”, pasando por las católicas con todas las tradiciones habidas y por haber. Desde las de día con boda y banquete en iglesia y finca, hasta las de fin de semana y con toques de autogestión.
Esta vez la cosa fue una mezcla. Un pueblo, Ligüerre de Cinca, con un entorno envidiable con sus vistas al pantano. Familias y amigos bailando y conviviendo un par de noches. Y al final un fin de semana memorable lleno de pequeñas anécdotas. La verdad es que me gusta muy poco el concepto más tradicional de una boda. Donde tienes que disfrazarte, a veces desplazarte y buscarte alojamiento, pensar en el regalo, …. y todo para una tarde.
Empiezo a hacerme más fan de la boda de “ya que montamos algo, que sea una experiencia para todos, disfrutemos juntos”. Porque al final una boda “de toda la vida” acaba siendo una ceremonia con los novios inalcanzables (porque todo el mundo quiere estar con ellos, y con razón), y un banquete similar. El tema de la barra libre posterior… pues bueno, mejor ni hablo.
Bien por las bodas donde la idea es convivir. Conocer a gente “del otro lado”. Pasarlo bien y tener una experiencia en la memoria. Esta vez todo empezó con el Sr. A y su acompañante. Un viaje de confesiones y una visita al pantano. Una noche de música en directo bailando en grupo. Una mañana de preparativos del regalo. Una ceremonia, y su correspondiente banquete. Y unos bailes y muchas risas y una barra autogeastionada por la noche. Y por la mañana una ginkana (o cómo se escriba, sorry). Dando la nota y rindendo al 100% para ayudar al novio a ganar.
¡Viva los novios!