El sonido de voces apagadas y distantes parecía despertarle. Al intentar abrir los ojos un halo de intensa luz blanca parecía rasgarle los ojos con cada intento de averiguar dónde estaba. Olía a humedad, sentía la fría piedra en su espalda y sus manos empezaban a desentumecerse sobre sus piernas. Tenía la piel perlada con una capa fría de sudor mezclado con tierra y suciedad. Lo que en un principio parecían voces lejanas de espíritus de sus dioses que parecían llamarle para acogerlo en su reino, se convertían poco a poco en un rugido, en un estruendo incomprensible. Sus ojos lentamente empezaban a vislumbrar una sala de piedra de aspecto descuidado. El techo de tablas de madera dejaba pasar, a través de una rendija, un halo de luz que se proyectaba sobre él.
¡No puede ser! Un remolino de pensamientos desordenados asaltaba su mente. ¡¿Tan pronto?! No se había resignado a morir de esa manera, tenía una familia que proteger y una pequeña granja que organizar. ¿Todavía lo tenía? Sí, tenía que tenerlo. Le gustaba recordar lo que había sido su vida, le gustaba recordar la calidez de los abrazos de su esposa, las dolorosas patadas de sus tres hijos, todos ellos varones, que le propinaban en sus juegos. ¿Estarán bien? Se imaginaba a si mismo cabalgando en la joven yegua de camino a su granja. No, no era una ensoñación. Era un recuerdo. Era real. Volvía con las alforjas llenas de grano, la noche comenzaba a ganar al día y los últimos rayos del sol luchaban por seguir tiñendo los campos de su diestra con un manto naranja que cedía ante la inmensidad de la oscuridad.
Las primeras estrellas empezaban a formar las antiguas leyendas de dioses, semidioses y demás criaturas que narraban increíbles historias sobre el firmamento. Pero no todo eran estrellas, su amigo Aristarco le había comentado en las solitarias guardias del campamento que ciertos puntos brillantes tenían un comportamiento diferente en su movimiento. Todas esas increíbles historias se entremezclaban con sus teorías acerca de giros, centros y círculos dibujados sobre la arena que ahora parecían lejanos y complicados. Recordaba esa época con orgullo. Había peleado junto al ejército romano para alejar de sus tierras y de sus esposas a las tribus bárbaras. Lo recordaba como si hubiera sucedido esa misma noche anterior. Antorchas en la puerta de su hogar, el magister de su villa alargando sus garras hacía su esposa. Sus tres hijos apresados por sendos guardias. ¿Qué está pasando aquí? Eso fue lo que pudo decir mientras desmontaba. El magister ignoraba su presencia y continuaba arrinconando a su querida esposa. ¿Estará bien? Después de desmontar no podía recordar con claridad lo que había ocurrido. Sacó de su cinturón una daga que había recibido de manos del propio comandante Comodo y se abalanzó hacia el magister.
Pudo observar como los guardias se deshacían de sus hijos con golpes y empujones y se abalanzaban hacia él. Podía sentir el dolor de esas patadas y golpes como si se los hubieran propinado en sus mismas carnes. Había sido un necio, un vulgar bárbaro, pero en aquel momento eso poco importaba. La figura del magister se acercaba a cada zancada. Ahora sí lo miraba con una mueca de temor y sorpresa. ¡No!, no tenía derecho. Lanzó un vuelo rápido con su mano diestra destinado a alcanzar el rostro y el cuello del magister, pero en ese momento una antorcha había golpeado con fuerza su espalda y pudo ver como la sangre del magister brotaba. Pero no lo hacía de su rostro ¡Se lo merecía! Sino que lo hacía de su pierna. Había desgarrado carne y músculo. Había sentido como un intenso dolor se propagaba por su brazo después de topar con el duro hueso. Había sentido como se rasgaban los tejidos y había escuchado el grito de dolor del magister. ¡Los dioses lo castiguen! El resto de esa noche fueron unos minutos interminables de golpes, patadas y gritos hasta que debió de caer en los brazos de Morfeo.
Como sabría tiempo después despertó dos días después. Se encontraba en un carro, dolorido, sin apenas poder moverse. Rodeado de sus propios desechos y de hombres y mujeres procedentes de los países del sur. Todos con pesados grilletes metálicos, oxidados que gemían los años de dolor que habían presenciado cada vez que eran movidos. Tanto hombres como mujeres apenas vestían ropas raídas por el tiempo, el viento y el polvo del camino. Se encontraba en una caravana. Custodiada por guardias. Apenas bebían y casi no tenía recuerdo de la comida durante aquel interminable viaje. Recordaba el sentimiento de propio desprecio al verse mirando los senos desnudos de las mujeres exóticas que se encontraban dentro de su carromato. Ahora no podía ansiar otro calor que el de los brazos de su esposa. También recordaba como un hombre había sido brutalmente torturado después de intentar escapar. Recordaba sus partes viriles en el suelo mientras dejaba un reguero de oscura sangre al ser arrastrado por el camino pedregoso. Recordaba la ausencia de rostro cuando regresaron de “el paseo”. Pero lejos de intimidar al resto de hombres y mujeres prisioneros también podía ver un intento de revuelta, donde la mayoría de los hombres se abalanzaban, con sus manos unidas por grilletes sobre los guardias. Un grupo de mujeres, que, con rostros de odio y llenos de sangre roja brillante, mordían ropajes y carne de dos guardias sobre los que se habían lanzado como poseídas por los dioses. Él mismo se abalanzó hacia un guardia que espada en mano se dirigía hacia el grupo de mujeres. Pero la historia se repetía. Volvía a escuchar voces en un idioma extraño que comandaban a los guardias y volvía a recordar golpes y patadas. Y de nuevo se había desmayado, sin fuerzas, sin ganas de continuar luchando.
Todos esos recuerdos se abalanzaban sobre su mente mientras sus sentidos recobraban su correcto funcionamiento. Ahora lo tenía claro, debía de estar en uno de esos espectáculos que tanto gustaban a los romanos. Podía percibir el olor de la sangre vieja de la sala. Podía escuchar gritos exaltados de lo que parecían espectadores. Podía verlos. Agitaban sus manos y se golpeaban unos a otros como si lo que estuvieran viendo les provocara una especie de enajenación mental. ¿Qué estarán viendo? Había oído hablar acerca de esos espectáculos con fieras de regiones lejanas y luchadores que defendían su honor y el de su señor en circos. ¡Levántate! Tres guardias habían entrado por una puerta lateral y se dirigían a él ofreciéndole una espada y un yelmo. Mientras le quitaban los grilletes sentía el tacto yermo de la espada y podía oler a sudor y sangre dentro de la angosta pieza metálica que no le dejaba ver ni pensar. A empujones y a duras penas consiguió llegar a una puerta metálica que abrían otros guardias desde fuera. Al traspasarla se encontró en un pasillo en el que se proyectaba con fuerza el sol. Como por arte de brujería otros hombres semidesnudos aparecían por puertas similares a la suya y otros se quedaban todavía encerrados en sus celdas. Ante ellos una gran puerta de barrotes labrados en un curioso zigzag que se remataba cada poco espacio con astas y marcas de sangre que habían goteado hacia las zonas más bajas de la puerta dándole un toque grotesco a lo que en un tiempo podría haber sido considerado como una obra de arte. Los guardias abrieron la puerta desde dentro y les obligaron a pasar. Ante ellos pudieron ver a un solo hombre que con los brazos abiertos gritaba y golpeaba una espada contra la otra. Parecía un hombre enorme, tenía los músculos muy definidos y un reguero de sangre se escurría por debajo de su yelmo negro. Ahora podía verlos. Ahora podía sentir su aliento. Ahora sentía su sed de sangre. Podía ver mujeres desnudas fornicando con hombres sin que ninguno dejara de mirar al círculo de arena donde ahora se encontraba. Sin saber muy bien por qué, el luchador comenzó a correr hacia ellos. Apenas podía moverse con agilidad, pero afortunadamente las mortales espadas no se toparon con él en su sangriento recorrido. El dantesco recorrido había cortado brazos, pechos y rostros. El luchador ahora se encontraba en el centro de un círculo. No podía dejar de mirar las espadas. Podía sentir la mirada del público. Varios de sus compañeros se abalanzaron con cierta sincronía hacia el luchador y él gastó sus escasas fuerzas en abalanzarse también hacia su objetivo. La escena tuvo que ser espectacular pero todo sucedía demasiado rápido. Una patada lo proyectó unos cuatro brazos hacia atrás. Cuando se levantaba para volver a embestir por su vida se pudo dar cuenta de lo que había sucedido. Él se encontraba al lado de otro hombre moreno que se levantaba y miraba con temor. A los pies del luchador se encontraban cuerpos de hombres que sangraban y teñían como si de un odre roto de vino se trataran la arena con un rojo oscuro. Algunos hombres todavía peleaban con el luchador. Tanto él como el hombre moreno que se encontraba a su lado retrocedieron de forma instintiva mientras cada una de las dos espadas, que parecían poseídas por los mismísimos hijos de Ares, dibujaban una danza de sangre y muerte en el aire. Después de un breve periodo de tiempo el luchador sólo tenía a su alrededor cuerpos y miembros. La multitud gritaba al unísono un nombre que no podía reconocer ni entender. El luchador agitaba sus brazos. Una herida nueva afloraba en uno de ellos, podía ver la carne separada por el tajo de una espada, pero poco parecía importarle. Cuando se hizo el silencio el luchador se encaró con los dos únicos supervivientes y comenzó una nueva carrera hacia ellos. El primer golpe lo pudo parar con su espada, pero un estallido de dolor recorrió todo su cuerpo empezando por la palma de la mano que agarraba con fuerza la empuñadura de madera del metal. De nuevo rápido. Demasiado rápido como para que pudiera percibir o reaccionar. La cabeza del hombre caía al suelo antes de que el resto del cuerpo se pudiera dar cuenta de lo que había pasado y se desplomara pesadamente sobre la arena. El luchador continuaba su danza particular aclamada por gritos e improperios de los espectadores, el círculo de sus espadas se ampliaba y se encontraban en el punto más alto de la trayectoria. Mientras intentaba adivinar quién se encontraba detrás de ese yelmo negro un primer golpe de espada bajó su defensa y atravesó la carne de su hombro derecho y un segundo golpe desgarraba un profundo dolor. ¡Así no tenía que ser! Por un momento sus ojos dejaron de ver al luchador, se habían trasladado muchos kilómetros y días atrás. Sólo podía ver la cara de aquel magister temerosa, sólo podía ver el rostro de su esposa que cambiaba la expresión de temor por una expresión tierna. Como si lo acogiera, como si lo invitara a llegar junto a ella. Sintió como caía de rodillas, como la arena era un pequeño círculo de barro caliente con su propia sangre. Sintió como se abalanzaba hacia delante, sin poder impedirlo y su casco golpeaba la arena. Volvió a abrir sus ojos y contempló a su esposa una última vez… ¡Tenía que hacerlo!